A todos los cristianos, religiosos, clérigos, laicos, hombres y mujeres, a todos los que viven en el mundo entero, fray Francisco, humilde servidor vuestro, un saludo respetuoso, paz verdadera del cielo y caridad sincera en el Señor. S. Francisco de Asís
martes, 19 de agosto de 2008
La espiritualidad de los franciscanos

La espiritualidad de los franciscanos (menores, clarisas, regulares y seglares) es idéntica a la del fundador en lo fundamental, y la podemos encontrar resumida en estas palabras de San Francisco: "La Regla y vida de los Hermanos Menores es esta: observar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo, viviendo en obediencia, sin nada propio y en castidad" (2Reg 1).
Observar el Evangelio y los consejos evangélicos es algo que los franciscanos tienen en común con las demás órdenes religiosas, pero el nombre de "Hermanos Menores" pone el acento en que este ideal hay que vivirlo en humildad y fraternidad: "Ninguno de los hermanos tenga poder o dominio entre ellos, como dice el Señor en el Evangelio: Los jefes de las naciones las dominan y los grandes las oprimen. No ha de ser así entre los hermanos. El que quiera ser mayor entre ellos se haga como el menor" (1Reg 5).
Menor y sometido a todos, tal debe ser la actitud de todo franciscano, a imitación de Jesucristo, el cual, a pesar de ser el Hijo de Dios, nos ha dejado un ejemplo encarnándose en María la Virgen, naciendo pobre en Belén, viviendo pobre y peregrino en este mundo y humillándose hasta la muerte en cruz, en obediencia perfecta a la voluntad del Padre.
Los franciscanos están llamados a conservar "el espíritu de la santa oración y devoción" sobre todas las demás cosas o actividades, que deben realizarse "fiel y devotamente".
La pobreza, al contrario que en las ordenes precedentes, debe ser absoluta, individual y colectivamente. Los hermanos deben vivir del propio trabajo y, en caso de necesidad, pueden recurrir a la "mesa del Señor", o sea a la mendicación, sin avergonzarse, porque también Cristo se hizo pobre y peregrino en este mundo.
La caridad entre los hermanos y entre ellos y sus superiores debe ser más "materna" que fraterna.
La más heroica forma de caridad y de obediencia para aquellos que sintieran esa especial vocación o "divina inspiración" es el espíritu apostólico y misionero, consistente en anunciar la paz y la salvación de Jesucristo a cristianos y a personas de otras creencias.
La predicación por parte de los frailes capacitados y autorizados debe ser, según el ejemplo del Señor, con discursos útiles y edificantes y "brevedad de palabras". Y debe ir acompañada por el buen ejemplo, "sirviendo al Señor en pobreza y humildad", mostrándose ante todos en el mundo como hombres "mansos, pacíficos, modestos y humildes", sin discusiones, contiendas o juicios, soportando con humildad y paciencia las persecuciones y enfermedades y orando por los enemigos.
Los hermanos legos o "trabajadores", aunque no tengan parte en la actividad apostólica o misionera de la orden, colaboran eficazmente con ella con la oración y las buenas obras.
Tales actitudes van acompañadas además por el espíritu de caballerosidad y vida juglaresca, tan típicos de la Edad Media, para manifestar la alegría del servicio divino y atraer a todos al amor del Señor.
En resumen, las notas características de la espiritualidad franciscana en sus diferentes versiones (masculina, femenina y seglar) se encierran en estas pocas palabras: minoridad, pobreza, fraternidad-caridad y obediencia a Dios y a toda criatura por amor a él. Eso en cuanto a las actitudes. En lo referente a la actividad San Francisco quiso una orden donde convivieran los hermanos "orantes" los hermanos "trabajadores" y los hermanos "predicadores".
La posterior clericalización de la orden, aparte de las mitigaciones en cuestión de pobreza, redujo el número de hermanos legos hasta hacerlos casi desaparecer, y dejó vacíos de orantes los eremitorios. Eso no cambia, sin embargo, lo esencial de la espiritualidad de la orden franciscana, siempre en tensión, por gracia del Espíritu, hacia la renovación del espíritu primitivo en formas nuevas de vida más acordes con los tiempos. De ahí las reformas del pasado, tendentes a recuperar el aspecto de la contemplación o la pobreza, y algunas experiencias recientes como la del conventual San Maximiliano Kolbe, que puso de manifiesto la importancia y el valor incluso apostólico de los hermanos legos o trabajadores en la Orden. Ese es el secreto de la vitalidad del franciscanismo, antiguo y siempre nuevo, que hace que lo encontremos presente en cualquier lugar del globo y en los ambientes más inimaginables. También en internet, por supuesto.
La Navidad según san Francisco de Asís

La Navidad según san Francisco de Asís
(Fratefrancesco.org) Sucedió en Rivotorto, en el año 1209. El 25 de diciembre de ese año cayó en viernes y los hermanos, en su ignorancia, se preguntaban si había que ayunar o no. Entonces fray Morico, uno de los primeros compañeros, se lo planteó a San Francisco y obtuvo esta respuesta: "Pecas llamando 'día de Venus' (eso significa la palabra viernes) al día en que nos ha nacido el Niño. Ese día hasta las paredes deberían comer carne; y, si no pueden, habría que untarlas por fuera con ella".
La devoción de San Francisco por la fiesta de la Natividad de Cristo le venía, pues, ya desde los comienzos de su conversión, y era tan grande que solía decir: "Si pudiera hablar con el emperador Federico II, le suplicaría que firmase un decreto obligando a todas las autoridades de las ciudades y a los señores de los castillos y villas a hacer que en Navidad todos sus súbditos echaran trigo y otras semillas por los caminos, para que, en un día tan especial, todas las aves tuvieran algo que comer. Y también pediría, por respeto al Hijo de Dios, reclinado por su Madre en un pesebre, entre la mula y el buey, que se obligaran esa noche a dar abundante pienso a nuestros hermanos bueyes y asnos. Por último, rogaría que todos los pobres fuesen saciados por los ricos esa noche".
Su devoción era mayor que por las demás fiestas pues decía que, si bien la salvación la realizó el Señor en otras solemnidades –Semana Santa/Pascua–, ésta ya empezó con su nacimiento.
Entre los salmos del Oficio de la Pasión, compuestos por el santo para su devoción personal hay también uno para el tiempo de Navidad, que dice así:
"Aclamad a Dios, nuestra fuerza (Sal 80, 2),
Señor Dios vivo y verdadero, con gritos de júbilo;
porque el Señor es sublime y terrible, emperador de toda la tierra (Sal 46, 2-3).
Porque el Santísimo Padre del cielo, nuestro rey desde siempre (Ver Sal 72, 13),
envió a su amado Hijo desde lo alto y nació de la bienaventurada Virgen Santa María.Él me invocará: "Tú eres mi Padre"; y yo lo nombraré mi primogénito,
excelso entre los reyes de la tierra (Sal 88, 27-28) .
De día el Señor me hará misericordia,
de noche cantaré la alabanza del Dios de mi vida (Sal 41, 9).
Este es el día en que actuó el Señor;
sea nuestra alegría y nuestro gozo (Sal 117, 24).Porque se nos ha dado un niño santo y amado,
y nació por nosotros (Is 9, 5) fuera de casa,
y fue colocado en un pesebre, porque no había sitio en la posada (Lc 2, 7).Gloria al Señor Dios en las alturas,
y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad (Ver Lc 2, 14).
Alégrese el cielo y goce la tierra, retumbe el mar y cuanto contiene;
vitoreen los campos y cuanto hay en ellos (Sal 95, 11-12).Cantad al Señor un cántico nuevo, cantad al Señor toda la tierra (Sal 95, 1).
Porque grande es el Señor, y muy digno de alabanza,
terrible sobre todos los dioses (Sal 95, 4).Familias de los pueblos, aclamad al Señor, aclamad la gloria y el poder del Señor,
aclamad la gloria del nombre del Señor (Sal 95, 7-8).Tomad vuestros cuerpos y cargad con su santa cruz,
y seguid hasta el fin sus santísimos preceptos (Ver Rm 12, 1; Lc 14, 27; 1Pe 2, 21).
Sin embargo, lo más conocido de san Francisco con relación al nacimiento del Redentor fue la celebración de la nochebuena que escenificó en una cueva del monte, cerca del castillo de Greccio. He aquí el relato del episodio, contado por el primer biógrafo del santo:
1Celano, 84. La suprema aspiración de Francisco, su más vivo deseo y su más elevado propósito, era observar en todo y siempre el santo Evangelio (120) y seguir la doctrina de nuestro Señor Jesucristo y sus pasos con suma atención, con todo cuidado, con todo el anhelo de su mente, con todo el fervor de su corazón. En asidua meditación recordaba sus palabras y con agudísima consideración repasaba sus obras. Tenía tan presente en su memoria la humildad de la encarnación y la caridad de la pasión, que difícilmente quería pensar en otra cosa.
Digno de recuerdo y de celebrarlo con piadosa memoria es lo que hizo tres años antes de su gloriosa muerte, cerca de Greccio, el día de la natividad de nuestro Señor Jesucristo. Vivía en aquella comarca un hombre, de nombre Juan, de buena fama y de mejor tenor de vida, a quien el bienaventurado Francisco amaba con amor singular, pues, siendo de noble familia y muy honorable (121), despreciaba la nobleza de la sangre y aspiraba a la nobleza del espíritu. Unos quince días antes de la navidad del Señor, el bienaventurado Francisco le llamó, como solía hacerlo con frecuencia, y le dijo: «Si quieres que celebremos en Greccio esta fiesta del Señor, date prisa en ir allá y prepara prontamente lo que te voy a indicar. Deseo celebrar la memoria del niño que nació en Belén y quiero contemplar de alguna manera con mis ojos (122) lo que sufrió en su invalidez de niño, cómo fue reclinado en el pesebre y cómo fue colocado sobre heno entre el buey y el asno». En oyendo esto el hombre bueno y fiel, corrió presto y preparó en el lugar señalado cuanto el Santo le había indicado.
85. Llegó el día, día de alegría, de exultación. Se citó a hermanos de muchos lugares; hombres y mujeres de la comarca, rebosando de gozo, prepararon, según sus posibilidades, cirios y teas para iluminar aquella noche que, con su estrella centelleante, iluminó todos los días y años. Llegó, en fin, el santo de Dios y, viendo que todas las cosas estaban dispuestas, las contempló y se alegró. Se prepara el pesebre, se trae el heno y se colocan el buey y el asno. Allí la simplicidad recibe honor, la pobreza es ensalzada, se valora la humildad, y Greccio se convierte en una nueva Belén. La noche resplandece como el día, noche placentera para los hombres y para los animales. Llega la gente, y, ante el nuevo misterio, saborean nuevos gozos. La selva resuena de voces y las rocas responden a los himnos de júbilo. Cantan los hermanos las alabanzas del Señor y toda la noche transcurre entre cantos de alegría. El santo de Dios está de pie ante el pesebre, desbordándose en suspiros, traspasado de piedad, derretido en inefable gozo. Se celebra el rito solemne de la misa sobre el pesebre (123) y el sacerdote goza de singular consolación.
86. El santo de Dios viste los ornamentos de diácono (124), pues lo era, y con voz sonora canta el santo evangelio. Su voz potente y dulce, su voz clara y bien timbrada, invita a todos a los premios supremos. Luego predica al pueblo que asiste, y tanto al hablar del nacimiento del Rey pobre como de la pequeña ciudad de Belén dice palabras que vierten miel. Muchas veces, al querer mencionar a Cristo Jesús, encendido en amor, le dice «el Niño de Bethleem», y, pronunciando «Bethleem» como oveja que bala, su boca se llena de voz; más aún, de tierna afección. Cuando le llamaba «niño de Bethleem» o «Jesús», se pasaba la lengua por los labios como si gustara y saboreara en su paladar la dulzura de estas palabras.
Se multiplicaban allí los dones del Omnipotente; un varón virtuoso (125) tiene una admirable visión. Había un niño que, exánime, estaba recostado en el pesebre; se acerca el santo de Dios y lo despierta como de un sopor de sueño. No carece esta visión de sentido (126), puesto que el niño Jesús, sepultado en el olvido en muchos corazones, resucitó por su gracia, por medio de su siervo Francisco, y su imagen quedó grabada en los corazones enamorados. Terminada la solemne vigilia, todos retornaron a su casa colmados de alegría.
87. Se conserva el heno colocado sobre el pesebre, para que, como el Señor multiplicó su santa misericordia, por su medio se curen jumentos y otros animales. Y así sucedió en efecto: muchos animales de la región circunvecina que sufrían diversas enfermedades, comiendo de este heno, curaron de sus dolencias. Más aún, mujeres con partos largos y dolorosos, colocando encima de ellas un poco de heno, dan a luz felizmente. Y lo mismo acaece con personas de ambos sexos: con tal medio obtienen la curación de diversos males.
El lugar del pesebre fue luego consagrado en templo del Señor (127): en honor del beatísimo padre Francisco se construyó sobre el pesebre un altar y se dedicó una iglesia, para que, donde en otro tiempo los animales pacieron el pienso de paja, allí coman los hombres de continuo, para salud de su alma y de su cuerpo, la carne del Cordero inmaculado e incontaminado, Jesucristo, Señor nuestro, quien se nos dio a sí mismo con sumo e inefable amor y que vive y reina con el Padre y el Espíritu Santo y es Dios eternamente glorioso por todos los siglos de los siglos. Amén. Aleluya. Aleluya
Devoción eucarística de san Francisco

En este año 2005 dedicado a la Eucaristía, incluimos una reflexión acerca de la profunda devoción de santa Clara de Asís al misterio eucarístico, muy semejante a la de san Francisco.
Fuente: Rinaldo Falsini, Eucaristía.
Dizionario Francescano, Edizioni Messaggero, Padova, 1983,534-538.
Traducción de Fr. Tomás Gálvez
En este año 2005 dedicado a la Eucaristía, nada mejor que esta reflexión acerca de la profunda devoción de Francisco de Asís al misterio eucarístico en su conjunto y en cada uno de sus aspectos concretos.
San Francisco ha sido el primero en traducir a la práctica cotidiana lo que proponía de palabra y por escrito. Es más, se puede decir que su enseñanza no era fruto de elaboraciones teóricas, sino que brotaba de una profunda convicción interior y de una experiencia diaria. Hay, en efecto, plena correspondencia entre los aspectos doctrinales y los comportamientos concretos, narrados por sus discípulos. En esto se basa una peculiaridad del espíritu de san Francisco transmitido a sus hijos, como aparece en la tradición franciscana: acompañar a la palabra el testimonio de vida, enseñar también con el ejemplo.
Tomás de Celano nos ofrece un sugestivo retrato de la devoción de san Francisco en todos sus aspectos: “Ardía en fervor, que le penetraba hasta la médula, para con el sacramento del cuerpo del Señor, admirando locamente su cara condescendencia y su condescendiente caridad (147). Juzgaba notable desprecio no oír cada día, a lo menos, una misa, pudiendo oírla. Comulgaba con frecuencia y con devoción tal, como para infundirla también en los demás. Como tenía en gran reverencia lo que es digno de toda reverencia, ofrecía el sacrificio de todos los miembros, y al recibir al Cordero inmolado inmolaba también el alma en el fuego que le ardía de continuo en el altar del corazón. Por esto amaba a Francia, por ser devota del cuerpo del Señor; y deseaba morir allí, por la reverencia en que tenían el sagrado misterio. Quiso a veces enviar por el mundo hermanos que llevasen copones preciosos, con el fin de que allí donde vieran que estaba colocado con indecencia lo que es el precio de la redención, lo reservaran en el lugar más escogido. Quería que se tuvieran en mucha veneración las manos del sacerdote, a las cuales se ha concedido el poder tan divino de realizarlo. Decía con frecuencia: «Si me sucediere encontrarme al mismo tiempo con algún santo que viene del cielo y con un sacerdote pobrecillo, me adelantaría a presentar mis respetos al presbítero y correría a besarle las manos, y diría: "¡Oye, San Lorenzo, espera!, porque las manos de éste tocan al Verbo de vida y poseen algo que está por encima de lo humano" (2Cel 201).
Se observen los distintos elementos que se citan: admirado estupor frente al misterio eucarístico, expresión de benevolencia divina; participación diaria en la misa; comunión frecuente, ofrecimiento de sí mismo y ensimismamiento con el sacrificio de Cristo, hasta convertirse en altar viviente; amor y simpatía por Francia, es decir, aquella región de Valonia correspondiente a la provincia de Bélgica, donde, según los especialistas, se estaba desarrollando un intenso movimiento eucarístico que llevará a la institución de la fiesta del Corpus Christi; envío de los frailes para abastecer a las iglesias de vasos preciosos donde guardar decorosamente el sacramento; respeto a los sacerdotes por causa de su ministerio eucarístico. La eucaristía, durante y después de la celebración, en su realidad salvadora como en las personas, en los objetos y lugares que la rodean, es objeto de una única mirada de fe viva, de amor intenso, de veneración sincera. Nada le falta al cuatro trazado con tanta finura.
Todos los demás testimonios que tenemos forman un coro unánime y confirman o subrayan los trazos delineados. Eco fiel de las de Celano son las palabras de san Buenaventura: “Su amor al sacramento del cuerpo del Señor era un fuego que abrasaba todo su ser, sumergiéndose en sumo estupor al contemplar tal condescendencia amorosa y un amor tan condescendiente. Comulgaba frecuentemente y con tal devoción, que contagiaba su fervor a los demás, y al degustar la suavidad del Cordero inmaculado, era muchas veces, como ebrio de espíritu, arrebatado en éxtasis” (LM 9, 2).
De sus exhortaciones a la escucha “fervorosa” de la misa, de la adoración “devota”, del cuerpo del Señor, del honor “especial” hacia los sacerdotes hablan los 3 Compañeros (14), y en Anónimo de Perusa (8); su atención a la custodia eucarística y el respeto a los sacerdotes los recuerda la Leyenda de Perusa (80); de su deseo e interés en participar en la eucaristía hacen mención también la Leyenda de perusa (17) y el Espejo de Perfección (87); de su amor por la limpieza de las iglesias y los altares, así como de “todos los objetos que sirven para la celebración de los divinos misterios”, también la Leyenda de Perusa (18), etc.
Otro aspecto que merece la atención es su amor especial por la escucha de la palabra evangélica, tanto durante como después de la misa, o sea la valorización de la palabra de Dios y su resonancia en la vida. En la nota añadida por fray León al Breviario de san Francisco se lee: “También hizo escribir este Evangeliario y cuando, por la enfermedad u otro impedimento manifiesto, no podía oír la misa, se hacía leer el texto evangélico correspondiente a la misa del día. Y así continuó hasta su muerte. Él lo explicaba así: Cuando no oigo la misa, adoro el cuerpo de Cristo en la oración con los ojos de la mente, del mismo moco como cuando lo contemplo durante la celebración eucarística. Oído o leído el testo evangélico, el bienaventurado Francisco, por su profunda reverencia al Señor, besaba siempre el libro del Evangelio”.
Idéntico testimonio se encuentra en la Leyenda de Perusa (50): “El bienaventurado Francisco, en efecto, cuando no podía acudir a la misa, quería oír el evangelio del día antes de la comida” (cf. también Espejo de Perfección, 117). Este hecho demuestra no sólo la coherencia con que enseñaba acerca de la veneración de las palabras y el cuerpo del Señor - la relación, diríamos hoy, entre palabra y rito, entre liturgia de la palabra y liturgia eucarística, entre la mesa de la palabra y la mesa del cuerpo de Cristo -, sino que la razón por él esgrimida explica también suficientemente el lugar que la misa ocupa en su jornada: mientras escucha la palabra del Evangelio, él adora interiormente el cuerpo de Cristo, se adhiere espiritualmente al ritmo de la celebración eucarística de cada día, superando todo impedimento material y yendo más allá del hecho ritual.
La palabra del Evangelio escuchada en la misa provocaba en la conciencia de Francisco una respuesta inmediata y total como lo confirma el episodio relativo a su vocación: “cuando en cierta ocasión asistía devotamente a una misa que se celebraba en memoria de los apóstoles, se leyó aquel evangelio en que Cristo, al enviar a sus discípulos a predicar, les traza la forma evangélica de vida que habían de observar, esto es, que no posean oro o plata, ni tengan dinero en los cintos, que no lleven alforja para el camino, ni usen dos túnicas ni calzado, ni se provean tampoco de bastón. Tan pronto como oyó estas palabras y comprendió su alcance, el enamorado de la pobreza evangélica se esforzó por grabarlas en su memoria, y lleno de indecible alegría exclamó: «Esto es lo que quiero, esto lo que de todo corazón ansío” (Leyenda mayor 3, 1).
Los 3 Compañeros (25) detallan que el santo comprendió “esto más claro por la explicación del sacerdote”. El episodio, que recuerda a otro parecido de san Antonio abad, es muy significativo, precisamente porque nos da a conocer el “lugar de nacimiento” de la vocación de Francisco, la celebración eucarística, y arroja plena luz sobre los sentimientos interiores de intensa participación del santo en el misterio de la palabra y el cuerpo de Cristo.
Por último, no podemos ignorar lo que escribe en el Testamento, a propósito de su visita a las iglesias y de la oración que solía recitar: "Y el Señor me dio una fe tal en las iglesias, que oraba y decía así, sencillamente: "Y el Señor me dio una fe tal en las iglesias, que oraba y decía así sencillamente: Te adoramos, Señor Jesucristo, (aquí y) también en todas tus iglesias que hay en el mundo entero y te bendecimos, porque por tu santa cruz redimiste al mundo".
Si bien esta oración no hace referencia explícita a la Eucaristía, su contenido y, sobre todo, su situación local (en la iglesia), además de la interpretación y el uso sucesivo de la misma en la orden, no permiten dudar del carácter eucarístico de la oración. Cada vez que es visitada o vista a lo lejos, es una invitación a la oración de adoración y bendición a Cristo, cuyo cuerpo está presente y se conserva en el sacramento. La fe del santo supera los límites de cualquier iglesia, y alcanza con libertad a Cristo en los signos externos de su presencia, uniendo en la oración la adoración y la alabanza, la eucaristía y la cruz.
La base litúrgica de la oración -una antífona del oficio de la fiesta de la Santa Cruz- nada quita al sello origina que le imprime la devoción de Francisco. Cuánto amaba Francisco esta oración y deseaba que la recitaran los frailes, lo refieren la Primera vida de Celano (45), la Leyenda mayor (4,3), y los 3 Compañeros (37). Este último texto, hablando de los hermanos fieles a las admoniciones el santo, anota que "Cuando se encontraban alguna iglesia o cruz, se inclinaban para orar y decían devotamente: Te adoramos etc."
Por tanto, la oración no está sujeta a las visitas a una iglesia ni mucho menos a la naciente forma devocional de la visita al Santísimo. Este extremo no debe sorprendernos, pues demuestra, más bien, que san Francisco no sigue las nuevas formas de devoción, sino que permanece anclado en la fe adoradora, en la actitud de oración, en su sobriedad y sustancia, más que en sus formas externas. Sale a flote una vez más su equilibrio e interioridad, el deseo de encontrarse con su Señor allá donde haya un signo que recuerde la cruz o la eucaristía.